Y tampoco quiero... |
...En bicicleta, así fue como nos conocimos. Yo aparcando en el Borne y tú también. Primero fui yo quien reparó en ti, aprovechando durante mucho tiempo que me ignoraras para poder seguir observándote. Me llamaba bastante la atención la broma que hacías contigo misma: raparte la cabeza para así ironizar con esa carita tan femenina. Y sé que tengo razón afirmando esto, pues si no es así, ¿qué haces con esos vestidos de niña con bordados de florecitas de colores y encajes blancos?
Volteaste a verme por primera vez cuando te diste cuenta de que también aparcábamos la bicicleta en Graçia, lo suficientemente lejos del Borne y con una pendiente entre ambos puntos como para tener en cuenta y llegar a la conclusión de que no solo éramos usuarios de las bicicletas… sino amantes de ellas.
Por fin me miraste. Ahí sí que pude decir “por fin”, porque íbamos poco a poco. El único problema es que, desde esa vez, ya no podía mirarte a mis anchas apretándome mentalmente los labios, pues la diferencia entre ser un depravado o no es dejarse o no pillar… Y tú ya podías pillarme.
Parecida a tu bici... |
Por eso te olvidé y, con la llegada de la primavera, apareció la necesidad de salir un poco más, retomar la vida social, ir a la playa también, echarse en la arena, no escuchar máquinas, sentir la brisa, los olores sin humo y verte llegar descalza con unos de esos vestidos, deteniéndote delante de mí y mirándome de reojo. Como si nada, ya estabas alzándote la falda; tapando tu torso como una cebollita. No tenías bragas.
Lentamente te ibas sentando y, en el aire, suspendida, ibas ya dejando tus pechos descubiertos. Cuando tus nalgas desnudas tocaron la arena, solo tenías la cabeza cubierta, y en el momento que tus ojos volvieron a aparecer, mis pulsaciones aún no se habían disparado porque yo no sabía qué estaba pasando. Se me ocurrió bajar los ojos y me tropecé con tus labios vaginales, cuya pequeña luminosidad (signo inequívoco de deliciosa humedad) comparé con el brillo fragmentando del sol en las olas de la playa de Sant Sebastiá.
Agarré tembloroso mi Coca-Cola y me atoré. Como excusa a aquella tos que se apoderó de mí hasta las lágrimas, dije que ya estaba viejito. Luego, pude calmarme un poco, echarte un último vistazo aprovechando que tenía el pelo largo cubriéndome la cara; fisgoneando entre mis cabellos. Me tiré en la arena y puse un pareo en los ojos, cual Ulises tratando de resistir a las sirenas.
Después de un par de semanas, creía que ya habías desaparecido, pero otra vez cruzaste esa plaza de Graçia donde aparcamos, impulsando con esos magníficos muslos dorados tu bicicleta y yo no pudiendo ver más de un segundo ese espectáculo… porque ahora siento vergüenza. Una vergüenza que sé no dejaré de tener, porque el fucsia más fucsia me invade y no puedo más que agachar la cabeza.
Francisco Estrada (Barcelona, 9 de mayo de 2011)
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