Votar en Barcelona 2011

Parecía un mal augurio, pero se esfumó.
Desde la terraza de Miguel Rivero, en el barrio de Graçia, se aprecia buena parte de las montañas de Barcelona. En el otro extremo, aunque sea un cachito, también puede verse el mar. Ayer, estaba en su piso porque él me había invitado a desayunar para luego irnos a votar al Palau Sant Jordi. Mientras untaba de mantequilla un pan de pita, me percaté cómo se arremolinaban las nubes negras en las alturas barcelonesas. ¿Podríamos ir en moto? Parecía que una tormenta era inminente, pero en los minutos que estuvimos comiendo, nos dimos cuenta de que el sol avanzaba desde la playa como si estuviera empujando a las nubes contra los cerros, alejando así toda posibilidad de malos tiempos...

No sé por qué, pero cuando bajábamos a toda velocidad atravesando las calles de nuestro barrio (somos vecinos), me invadió una sensación que nunca antes había tenido en mi vida: la de estar a punto de hacer historia junto con millones de peruanos. He votado ya varias veces y con mucho entusiasmo, pero nunca había sentido, como en esta ocasión, que tanto se estaba jugando en mi país.

Cuando ya estábamos subiendo por la montaña de Montjuic, que se encuentra en el otro extremo de la ciudad, me iba dando cuenta de que, conforme nos acercábamos al Palau, cada vez había más gente parecida a mí. Después de bajar de la moto, nos empezamos a reír por la gran cantidad de gente comiendo (el deporte nacional). “Solo falta que se hayan traído las ollas”, me dijo Miguel. Me acerqué a un grupo de señoras cuyos cuerpos eran la perfecta alegoría de la abundancia para ver si, en efecto, tenían ollas... y sí. Estaban vendiendo escabeche de pollo, me dijeron ellas; todas rubias de bote.

La cantidad de gente vendiendo informalmente comida era increíble, superando de largo a la oferta gastronómica de la Feria de Abril que se hace en el Forum de Barcelona. Papa a la huancaína, arroz con pollo... ¡Y marcianos de fruta! Si bien hubo algunos vendedores previsores que trajeron bolsas de plástico para recibir la basura de sus comensales al paso, la mayoría no lo hizo, por lo que los alrededores del Palau Sant Jordi se transformaron en un muladar: platos y vasos de plástico usados, flyers y latas de cerveza desparramados por doquier.


Símbolo de Montjuic, por el Palau Sant Jordi
Se me ocurrió tomar una foto de una mesa de ping-pong que estaba repleta de basura, y una de las personas que estaba arrimada ahí tomando cerveza de lata Estrella me recriminó de mala manera diciendo que yo solo quería mostrar lo malo. “No entiendo nada”, le contesté, y otro de sus amigos que también estaba tumbado en la mesa me dijo: “¿Conchetumadre, no estarás grabando, no?”. Mi inicial confusión cedió a mi impaciencia, así que me acerqué a quien se había metido con mi santa madrecita y le reclamé por insultarme gratuitamente. Y como le vi la cara de miedo al acercármele hasta casi darle un cabezazo, me animé a decirle “eres un pobre borracho”. Cuando me di la vuelta y empecé a alejarme, escuché que me gritó “huevón”.

Seguí caminando con Miguel a aquel santuario donde he visto a Depeche Mode y The Cure, entre otros grupos amados, reconociendo aquellas falditas picaronas y jeans ajustados a lo “Gamarra Style”. Su equivalente ibérico, el “Zara Style” brillaba por su ausencia. En el camino, me encontré con Nilton Torres, periodista de La República, lo que me reconfortó e hizo olvidar el bochornoso incidente que estuve a punto de protagonizar: una pelea en medio de la basura.

En mi mesa de votación, estaba el mismo presidente de la primera vuelta: aquel cuya esposa ahora está en la cárcel y que yo denuncié periodísticamente por estafadora. No sé si su marido me odia o me ama por eso... O tal vez no me ha reconocido nunca. Después de votar por Ollanta, repartimos flyers del bar Malverde con Miguel. Un señor que vendía las aromáticas hojas de huacatay me derretía de placer cada vez que pasaba por mi lado: su bolsa olía demasiado bien.

Por un momento, olvidé que estaba enfermo del estómago y pedí unos chicharrones con mote y salsita criolla. Me curé. Gocé tanto, se contentó tanto mi panza, que hasta se curó. A todo esto, supongo que mi estómago ha estado protestando estas semanas por las horrorosas pizzas del Caprabo. En el Palau también me encontré con Rafael Drinot, ex periodista de la BBC. Nos habíamos visto antes, el jueves, en una miniprotesta contra el fujimorismo frente al Consulado Peruano de Barcelona.

Adew, Palau...
De regreso a casa (Miguel vive a una calle de mi piso), nos detuvimos en un restaurante peruano donde lo único bueno es el pollo a la brasa. Los demás platos son abominables, tanto así que, en su momento, a pesar de que ahí podía a veces comer gratis, prefería mil veces la comida de la asistencia social rodeado de drogadictos, perroflautas y demás fauna maloliente que conocí en mi época de vacas flacas (cuando me quedé sin papeles).

Volviendo al restaurante malazo, ahí me encontré con el Dr. Ochoa, abogado peruano. Lo invité al bar. Y el dueño del local, un aprista recalcitrante, al verme, me preguntó si yo había votado por Keiko (¿por quién más podría preguntar un aprista?). “No soy narco”, le respondí. Miguel me dijo que, inclusive, vio propaganda de Keiko en el mostrador del lugar. Nada que hacer, todo encaja en esta vida.

Luego de mi siesta ibérica, bajé al barrio del Raval para abrir el bar, y, casi al instante, entraron cinco amigos peruanos. A uno de ellos no lo conocía, pero los demás eran Renato Gómez (Serpentina Satélite), Miguel Salcedo y 'Roseandroll' Cabrera. Ésta última me dijo que habían venido para participar de un suicidio colectivo por las elecciones... y casi que lo logramos, porque mientras esperábamos el 'flash' electoral, ellos lograron tomar varios mojitos y yo muchas cañitas (el primer reporte electoral lo recibiríamos recién a las 11 p.m.). Claro, es que mientras conversábamos de política, fútbol (Roberto Chale) y música, el tiempo se nos fue volando. Por un momento les puse rock cutre peruano (Río, Micky González, Jotache, etc.), lo que le dio un toque especial a la tarde... Bueno, quiero aquí hacer una precisión: las horribles canciones de Micky, gracias a unos arreglos bien rockeros incorporados últimamente, suenan hoy por hoy mucho mejor.

Para cuando llegó el 'flash', justo me llamó una amiga rusa que conocí el día de mi cumpleaños y con quien hice conexión inmediata. Así que ella escuchó cuando empezamos a gritar de la emoción con mis amigos y hacer la ronda gritando “Perú-Perú-Perú” o “Campiones, campiones, oe, oe, oe...”. Saqué dos botellas de cava y nos las pulimos al instante al son de Know Your Rights, de The Clash. Sin embargo, en medio de la euforia, Renato tuvo un arrebato racional y se quedó estático: “Tengo preocupación... ¿Y si el tío la caga?”. Dejamos de saltar... empezamos a sacar argumentos para convencernos de que es muy difícil que el comandante la cague. Y fue ahí que me salió una de esas frases de borracho: “La vida es una continua derrota, y por eso nos merecemos celebrar de vez en cuando”. En fin, al menos sirvió para que sigamos saltando y brindando por el Perú.


Malos recuerdos que quisieron cobrar actualidad.
Cuando se despidieron mis colegas, entró una tropa de 35 turistas, por lo que Renato se ofreció a ayudarme destapando cervezas y cobrándolas. Cuando se fueron, cometimos el error de tomarnos dos shots de pisco Demonio de los Andes... De ahí nos fuimos destrozados al bar Manchester, pues uno de sus dueños, el empresario chileno Ariel G., me había felicitado a través del chat del Facebook por el triunfo de Humala. Quien también me felicitó con un mensajito al móvil fue la pintora catalana Fina Olivart, que ahora expone en mi bar.

Cuando Renato y yo nos separamos, estábamos en Las Ramblas, y de lo mareado que estaba yo por el pisco, le pedí a un paquistaní una cerveza Estrella (a pesar de que me sabe horrible). Subí al nitbus y, cuando bajé, me puse a caminar por la calle Escorial hacia mi casa. Aproveché para ver en mi móvil los resultados parciales oficiales de la elección y se me pegó un tío de acá, de alguna parte de España. No sé qué me decía y yo le respondía casi sin mirarlo... hasta que me sacó un cuchillo. Fue una situación muy extraña, porque, más que miedo, sentí indignación y le reclame agarrándolo de los hombros: “¿Por qué me hiciste eso? ¿Por qué me mostraste un cuchillo? ¿Acaso no sabes que también soy una persona como tú?”.

Lo más raro vino justo después, porque él empezó a taparse los oídos, a decirme que no le haga daño diciéndole esas cosas y a alejarse de mí. “Yo solo hinco en el culo a los hijosdeputa, nunca en el pecho”, alcanzó a decirme a modo de disculpa. No me quedé contento con ello, porque como mi país acababa de decirle que no a una mafia poderosísima que manipuló muchos medios de comunicación, eso me generó la sensación de que yo era capaz de poder servirle a alguien de ayuda. “¿Dónde te puedo encontrar?”, le pregunté. “En la plaza Rius i Taulet, en el Equinox”, me contestó cuando ya estaba a varios metros de distancia. Le lancé un beso volado. Él me lanzó otro mientras se alejaba.


Al final, hizo buen día.
Francisco Estrada (Barcelona, 6 de junio de 2011)